Thursday, February 4, 2016

San Anastasio Sinaíta



Monje y sacerdote en el monasterio del Monte Sinaí, San Anastasio murió poco después del año 700. Es, por tanto, uno de los últimos escritores orientales a quienes se reconoce el titulo de
Padre de la Iglesia.

Testigo y defensor de la fe, San Anastasio Sinaíta dejó con frecuencia su retiro para refutar las herejías, especialmente el monotelismo—muy desarrollado en Oriente por aquellos años—, que negaba la existencia de una voluntad humana en Jesucristo.
Precisamente la mayor parte de su actividad literaria—poco estudiada aún—se concentró en esta polémica, a la que sólo pondría fin, en el año 681, el Concilio lIl de Constantinopla.
Compuso, además, una pequeña historia de las herejías y de los sínodos eclesiásticos, un comentario al relato bíblico de la Creación, varias homilías y un volumen de preguntas y respuestas
sobre cuestiones predominantemente morales.

Entre sus homilías más conocidas se encuentra el Sermón sobre la Santa Sínaxis, donde resume la doctrina sobre la Eucaristía y exhorta a los cristianos a comulgar dignamente.

LOARTE


Para comulgar dignamente
(Sermón sobre la Santa Sínaxis)


Grande es nuestra miseria, carísimos. Porque debiéramos tener el espíritu encendido, atento en la oración y en la súplica, principalmente en la celebración del misterio eucarístico, y estar
llenos de temor y temblor en la presencia del Señor mientras se celebra la Misa. Sin embargo, ni siquiera le ofrecemos el Sacrificio con pura conciencia, con espíritu contrito y humillado, sino que durante la Santa Sínaxis terminamos nuestros asuntos públicos y la administración de muchos y vanos negocios.

Hay gentes que no se preocupan en pensar con qué pureza y con qué dolor de sus pecados se han de acercar a la Sagrada Mesa, sino qué vestidos se han de poner. Otros vienen, pero no se dignan permanecer hasta el fin, sino que preguntan a los demás en qué punto va la Misa y si llega ya el tiempo de la Comunión; y entonces rápidamente, como los perros, saltan, arrebatan el místico pan y se marchan. Otros, presentes en el templo de Dios,
no están quietos ni un momento, y se dedican a conversar prestando mas atención a las habladurías que a la oración. Otros no se preocupan absolutamente nada de su conciencia, ni de limpiar las manchas de sus pecados por medio de la penitencia, y van acumulando pecados sobre pecados (...).

Pues dime: ¿con qué conciencia, con qué estado de alma, con qué pensamientos te acercas a estos misterios, si en tu corazón te está acusando tu misma conciencia? Contéstame: si tuvieras las
manos manchadas de estiércol, ¿te atreverías a tocar con ellas las vestiduras del rey? Ni siquiera tus mismos vestidos tocarías con las manos sucias, antes bien, te las lavarías y enjugarías cuidadosamente, y entonces los tocarías. Pues, ¿por qué no das a Dios ese mismo honor que concedes a unos viles vestidos?

Entrar en la iglesia y honrar las imágenes sagradas y las veneradas cruces, no basta por sí solo para agradar a Dios, como tampoco lavarse las manos es suficiente para estar completamente limpio. Lo que verdaderamente es grato a Dios es que el hombre huya del pecado y limpie sus manchas por la confesión y la penitencia. Que rompa las cadenas de sus culpas con la humildad del corazón, y así se acerque a los inmaculados misterios.

Quizá diga alguno: no me es grato llorar y dolerme. ¿Por qué?
Porque no meditas, porque no piensas, porque no ponderas el terrible día del juicio. Con todo, si no puedes llorar, al menos manten un porte grave y respetuoso; echa lejos de ti el orgullo, ponte en la presencia del Señor y, con los ojos vueltos a la tierra y con espíritu contrito, reconócete pecador. ¿No ves cómo los que están en la presencia de un rey terreno, que muchas veces es un impío, se comportan ante él con reverencia?

Permanece, pues, ante Dios con paz y compunción; confiesa tus pecados a Dios por medio de los sacerdotes. Condena tus propias
acciones y no te avergüences, porque hay una vergüenza que conduce al pecado y una vergüenza que es honor y gracia (Sir 4, 25). Condénate a ti mismo delante de los hombres, para que el juez te declare justo delante de los ángeles y delante de todo el mundo.

Pide misericordia, pide perdón, pide la remisión de tus culpas pasadas y verte libre de las futuras, para que puedas acercarte dignamente a tan grandes misterios, para participar con pura
conciencia del cuerpo y sangre de Cristo, para que te sirvan de purificación y no de condenación. Oye a San Pablo, que dice:
pruébese a sí mismo el hombre, y así coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación, no haciendo el discernimiento del
cuerpo del Señor. Por eso hay entra vosotros muchos enfermos y achacosos y mueren bastantes (1 Cor 11, 28 ss.). ¿Comprendes ahora cómo la enfermedad y la muerte provienen, con mucha
frecuencia, de acercarse indignamente a los divinos misterios?

Pero, tal vez dirás: ¿pues quién es digno? También caigo yo en la cuenta de esto. Y, sin embargo, serás digno con tal de que quieras. Reconócete pecador; apártate del pecado, huye de la maldad y de la ira. Practica obras de penitencia. Revístete de
templanza, de mansedumbre y de longanimidad. De los frutos de la justicia saca compasión y entrañas de misericordia para los necesitados, y entonces te habrás hecho digno.
 

                                   Catecismo Ortodoxo 

                   http://catecismoortodoxo.blogspot.ca/

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