Friday, December 19, 2014

La vida monástica en la Iglesia ortodoxa oriental



Los ideales de la vida monástica

Cuando los primeros ascetas se retiraban del mundo al desierto buscaban alejarse de muchos bienes mundanos: matrimonio, riqueza, y actividad independiente. El celibato no admitía grados, sino que era absoluto. En la pobreza, sin embargo, hubo la modificación reseñada anteriormente en relación a la vida idiorrítmica. Pero incluso en este caso la pobreza se mantuvo en su esencia, pues la propiedad de los monjes idiorrítmicos jamás alcanzaba para llevar una vida de comodidad. Por último, la obediencia, ya sea a un abad o al padre espiritual del desierto, el abba, constituía una inquietud primordial para los monjes. El espíritu egoísta e independiente representaba el mundo secular, por ello debía ser eliminado por completo. Es decir el joven asceta debía renunciar a su mala voluntad por Dios en la persona de su padre espiritual, para transformarla en una buena voluntad. Este punto queda reflejado de modo pintoresco por una anécdota en la que un abba, deseando poner a prueba el progreso de su hijo espiritual, le preguntó si veía los cuernos - que no existían – de una bestia de carga que en ese momento pasaba; y contestó sin titubeos, "Sí, los veo, abba".

La observancia de estas tres virtudes la asumían los novicios por medio de un juramento especial, durante el cual se les tonsuraba. La formulación de este voto coincidió con la fundación del sistema cenobítico, y la base escrituraria y doctrinal del monasticismo fue elaborada poco después. Sin ello, el monasticismo corría el peligro de desviarse en la dirección de los itinerantes mesalinianos. De este modo se logró el sometimiento del monasticismo a la Iglesia, y el encauzamiento de su poder en un sentido que fuera útil a la Iglesia. Este sometimiento fue confirmado por Justiniano e incorporado a las leyes (Nearai, 5,i.67,i).

 




Pero no son éstos tres los únicos vicios que costituyen una amenaza para la integridad moral de los ascetas. En la aretología posterior, otros vicios, juntos con los citados, constituyen los ocho pecados capitales: gula, fornicación, avaricia, ira, tristeza, abatimiento, vanidad y orgullo. Las pasiones correspondientes a estos pecados se deben amortiguar para alcanzar un estado de ausencia de pasión. El autoexamen y la autocensura, especialmente antes de acostarse, proporcionan al monje unas armas poderosas, cuando se dispone a enfrentarse a los demonios. Pero su arma principal es la oración – la oración continua e intensa. La vida entera de los monjes está dominada por este teorema con Dios; "la vida entera es un momento para orar" (Basilio, Discurso ascético, P.G, xxxi, 877).



La jornada de los monjes está dividida en tres periodos de ocho horas: uno para rezar, uno para descansar y otro para trabajar. El trabajo intenso persigue un triple objetivo: asegurar su sustento, ayudar a sus compañeros, y evitar los malos pensamientos que acechan la conciencia humana especialmente cuando se está ocioso. Los productos de la artesanía y del arte de los monjes han sido siempre de una calidad excepcional y por ello continúan estando muy solicitados, en particular sus pinturas y tallados. Del mismo modo, las obras de la literatura clásica cristiana se han conservado gracias a las copias realizadas en los talleres de los monasterios.


Las actividades filantrópicas de los monjes estaban relacionadas con su trabajo. Como ya hemos visto, esta devoción por las actividades benéficas fue promovida y sistematizada en primer lugar por Basilio el Grande. En la época posterior a él era inconcebible un monasterio que no dispusiera de espacio para huéspedes, de hospital ni de escuela. Podemos mencionar como ejemplo el caso del monasterio del Pantocrátor en Constantinopla, fundado en el s. XII, que disponía de hospital con médicos para hombres y para mujeres, y cuya organización recuerda la de los modernos hospitales. Estaba dividido en cuatro secciones: médica, quirúrgica, ginecológica y enfermería de ojos y oídos. Hoy en día aún se pueden apreciar reminiscencias de esta actividad filantrópica. Los beduinos que viven cerca del monasterio del Sinaí no hacen nunca su propio pan, sino que se les proporciona gratuitamente en el monasterio de Santa Catalina; y aquellos que visitan cualquier monasterio ortodoxo reciben hospitalidad gratuita. Los monjes que se dedicaban a trabajar, como hemos indicado con anterioridad, y compaginaban la lucha para liberarse de las pasiones con el servicio a los necesitados fueron llamados en los primeros tiempos activos (praktikoi). Pero además de la actividad, hay un estadio superior en la escala de la perfección monástica: la contemplación (theoria), el esfuerzo por la comunión directa con Dios. Esta diferenciación de las actividades de los monjes se encuentra ya en un poema de Gregorio el Teólogo:


" "Preferirás actividad o contemplación"

Contemplación es la ocupación de los perfectos,

Acción pertenece a los muchos.

Ambas son buenas y queridas;

Elige la que se ajuste a ti."


El silencio ha sido una condición indispensable para el asceta en su búsqueda de la perfección. Por silencio se entiende paz interior y la relativa quietud exterior a través de la cual se eliminan las pasiones. Este estado fue llamado en el último periodo brillante de la teología mística bizantina "hesicasmo".

El silencio estaba unido inseparablemente a la ascesis cristiana. Los esfuerzos de los primeros monjes en esta dirección adoptaron la forma de un silencio balbuceante y permanente cuando las circunstancias lo requerían. Se dice que el abba Poimen afirmó: "Quien habla por el amor de Dios actúa correctamente; y quien permanece en silenco por el amor de Dios actúa del mismo modo correctamente". (Dichos de los Padres, 721). En cualquier caso, el elemento del silencio, si bien no predominara excesivamente en el pensamiento monástico, recibió más tarde un mayor énfasis debido a su conexión con la oración interior. Se consideró que la oración, como producto de la disposición del corazón, no necesitaba ser expresada oralmente, por cuanto que tal expresión, al producir estímulos externos, podría interrumpir la concentración sobre el objeto de la oración. De este surgió la oración interior y mental, que cristalizó en la breve oración de Jesús, repetida sin cesar.

Rodeados por el absoluto, por el silencio espiritual, los ojos espirituales de los monjes "contemplativos" se abren. Se hacen merecedores de visiones y disfrutan de experiencias espirituales difíciles de describir. Viven en un estado de iluminación continua de la visión de la luz, y de comunión con las cosas de la luz. La palabra "luz" y otros términos relacionados se encuentran en casi todas las páginas de las obras de Simeón Teólogo y de Gregorio Palamás. Esta luz es parte de Dios. Mediante una paradójica fusión de lo histórico y lo metahistórico, la experiencia de la deificación (theosis) se hace posible aquí y ahora. La luz que vieron los discípulos de Cristo en el Monte Tabor, la luz que los hesicastas ven hoy, y la calidad luminosa del mundo venidero, constituyen tres fases del mismo acontecimiento espiritual, fusionados en una realidad supratemporal.

La unilateral denominación de "contemplativos" ha contribuido a que se olvidara la faceta de misión social de la vida monástica en el este, en contraste con el desarrollo de los acontecimientos en el oeste. Pese a los repetidos intentos realizados, la reorganización de la vida monástica basado en los antiguos principios, en especial en la norma de Basilio el Grande, no llegó a cuajar, debido a que estos intentos estaban limitados en cuanto a objetivo e intensidad. Sin olvidarse de la "contemplación", a la que tanto deben la devoción y la literatura religiosa, es necesario hacer hincapié una vez más en la actividad y fundar monasterios que promuevan los ideales cristianos dentro de la sociedad organizada de la humanidad.

"Yo creo que Dios me ayudará" ( Paisios del Monte Athos )

—"Yo creo que Dios me ayudará" — dicen algunos, pero con esto tratan de juntar dinero para no pasar ninguna necesidad. Gente así se ríe de Dios, ya que confían no a Él sino al dinero. Si ellos no dejarán de amar al dinero y poner en éste su esperanza, no podrán poner su esperanza en Dios. No digo que la gente no debe tener algunos ahorros para el caso de necesidad, no. Pero no se debe poner su esperanza en el dinero, no se debe entregar su corazón al dinero, porque actuando así, la gente olvida a Dios. El hombre que no confiando a Dios construye sus planes, y luego dice que así quiere Dios, "bendice" a su obra de manera diabólica y continuamente sufre. No logramos la conciencia cuan fuerte y bueno es Dios. No lo dejamos ser el amo, no dejamos a Él dirigirnos y por eso sufrimos.

Sobre el Sinaí en la celda de Santa Epistimia, donde yo vivía, había muy poca agua. En una cueva aproximadamente unos veinte metros de la celda, de una grieta en la roca goteaba agua. Hice una pequeña cisterna y juntaba unos tres litros de agua en 24 hs. Al llegar por el agua ponía una lata metálica y mientras se llenaba, leía el acafistos (akathistos) de la Santísima Madre de Dios. Mojaba un poco la cabeza, solo la frente, esto me ayudaba, así me aconsejó un médico, juntaba un poco de agua para tomar y en una latita llenaba un poco de agüita para ratoncitos y pajaritos que vivían en mi celda. Para lavado de ropa y otras necesidades utilizaba esta misma agua de la cueva. Que alegría y agradecimiento sentía yo por esta poca agua que tenía. Como glorificaba a Dios, que tenía agua.

Luego, cuando llegué al Monte Santo y por poco tiempo viví en la ermita de Iver, allí, como era el lado soleado, no había falta de agua. Había una cisterna cuya agua rebalsaba. ¡Uf! Lavaba la cabeza y los pies... pero lo anterior fue olvidado. En el Sinaí tenía lágrimas en los ojos del agradecimiento por la poca agua, en cambio aquí en la ermita, del exceso de agua caí en el olvido. Por eso me fui de esta celda y me ubiqué más lejos, a unos ochenta metros, donde había una pequeña cisterna. ¡Cómo se pierde, cómo se olvida el hombre en opulencia!

Debemos plenamente incondicionalmente entregarnos a la providencia Divina, la voluntad Divina y Dios se preocupará de nosotros. Un monje fue una tarde a la cima de la montaña para oficiar allí el servicio de la tarde. En el camino encontró un hongo (Boletus) y agradeció a Dios por este raro hallazgo. En el camino de regreso él quería cortar el hongo para su cena. "Si los laicos me pregunten si como la carne — pensaba el monje — ¡puedo decirles que lo como cada otoño!" Volviendo a la kaliva el monje vio que mientras él leía el servicio, un animal pisó al hongo y quedó entera sólo la mitad. "Se ve — dijo el monje — cuanto debo comer." Él juntó lo que quedó y agradeció a Dios por Su providencia, por la mitad del hongo. Más abajo él encontró una mitad más del hongo, se inclinó para cortarlo y agregar para su cena, pero vio que el hongo era blando (posiblemente era venenoso). El monje lo dejó y de nuevo agradeció a Dios porque lo guardó del envenenamiento. Al volver a kaliva el monje cenó con la mitad del hongo. Al día siguiente, cuando salió de la casa a sus ojos se presentó una vista maravillosa. Alrededor de kaliva en todas partes crecieron hermosos hongos y al verlos el monje de nuevo agradeció a Dios. Ven, él agradeció a Dios por el hongo entero y por la mitad, por el bueno y por el malo, por uno y por muchos. Él era agradecido por todo.

El bondadoso Dios nos otorga generosas bendiciones y Sus acciones están dirigidas a nuestro provecho. Todos los bienes que tenemos — son dones Divinos. Él puso todo al servicio de Su criatura — el hombre. Él hizo que todo: los animales, y aves pequeños y grandes, hasta las plantas — se sacrifiquen por nosotros. Y el Mismo Dios se sacrificó para redimir al hombre. No seamos indiferentes a todo esto, no vamos a herir a Él con nuestro gran desagradecimiento y falta de sensibilidad, sino vamos a agradecer y glorificar a Él.



Paisios del Monte Athos

Historia del Imperio Bizantino. (4)




Saint Ambrose and Emperor Theodosius, Anthony van Dyck.(1599-1641)

Continuación de la (3)

La Iglesia y el Estado al Final del Siglo IV.

Teodosio el Grande. El Triunfo del Cristianismo.

Bajo el sucesor de Juliano, Joviano (363-364), cristiano convencido y niceísta, fue restaurado el cristianismo. Pero tal medida no significó una persecución para los paganos. El temor que éstos sintieran al ser nombrado el nuevo emperador resultó falto de fundamento. Joviano se propuso, tan sólo, restaurar el estado de cosas anterior a Juliano. Se proclamó la libertad religiosa. Se permitió abrir templos paganos y sacrificar en ellos. A pesar de sus convicciones niceas, Joviano no adoptó medida alguna contra los adeptos de otras tendencias religiosas. Los desterrados que pertenecían a las diversas “corrientes” del cristianismo, fueron llamados. El lábaro reapareció en los campamentos. Joviano no reinó más que algunos meses, pero su actividad en el dominio religioso dejó mucha impresión. Filostorgio, historiador cristiano de tendencias arrianas, que escribió en el siglo V, observa: “Joviano restauró en las iglesias el antiguo estado de cosas, y las libró de los ultrajes que las había hecho sufrir el Apóstata.” (1)

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Joviano murió de repente en febrero del 364. Tuvo por sucesores a Valentiniano I (364-375) y su hermano Váleme (364-378), que se repartieron el gobierno del Imperio. Valentiniano se reservó el gobierno de la mitad occidental del Imperio y dio a Váleme el Oriente.

En cuestiones de fe, ambos hermanos se atenían a principios opuestos. Mientras Valentiniano era más bien partidario del concilio de Nicea, Valente era arriano. Pero su niceísmo no hacía intolerante a Valentiniano, y bajo su reinado existió la más completa y más segura libertad de opinión. A su exaltación al poder publicó una ley según la cual todos tenían “libertad plena y entera de rendir culto al objeto que desease su conciencia.” (2) El paganismo gozó de cierta tolerancia. No obstante, Valentiniano mostró en toda una serie de medidas que era un emperador cristiano. Así, restauró los privilegios concedidos al clero por Constantino el Grande.

Valente siguió otro camino. Partidario de la tendencia arriana, mostróse intolerante con los demás cristianos, y si bien sus persecuciones no fueron muy severas ni muy sistemáticas, no por eso la población de la mitad oriental del Imperio dejó de atravesar bajo el reinado de Valente tiempos agitados.

(1) Filostorgio, Hist. celes., VIII, 5, ed. Bidez (1913), p. 106-07.

(2) Codex Theodosiantis, IX, 16, 9.

En el exterior, los dos hermanos hubieron de sostener una encarnizada lucha con los germanos. Sabido es que Valente encontró muerte prematura peleando con los godos. Pero el problema germánico en los comienzos de la historia de Bizancio será expuesto en el próximo capítulo.

En Occidente, sucedió a Valentiniano su hijo Graciano (375-383), y a la vez el ejército aclamó a su semihermano Valentiniano II, niño de cuatro años (375-392). A la muerte de Valente (378), Graciano nombró augusto a Teodosio y le dio el gobierno de la mitad oriental del Imperio y de la mayor parte de la Iliria.

Si se prescinde de Valentiniano II, joven y sin voluntad y que no desempeño papel alguno, aunque se inclinó hacia el arrianismo, el Imperio abandonó en definitiva, con Graciano y Teodosio, la vía de la tolerancia y se puso al lado del Símbolo de Nicea. En ello, Teodosio, emperador de Oriente, a quien la historia ha dado el sobrenombre de Grande (379-395), tuvo una intervención capital. A su nombre está indisolublemente ligada la idea del triunfo del cristianismo. Era partidario resuelto de la fe que había elegido y no cabía esperar, bajo su reinado, tolerancia para el paganismo.

La familia de Teodosio se había distinguido desde la segunda mitad del siglo IV, merced al padre de Teodosio el Grande, llamado Teodosio también, y que había sido uno de los mas brillantes generales de la mitad occidental del imperio bajo Valentiniano I. Nombrado Augusto por Graciano en el 379 y colocando a la cabeza del Oriente, Teodosio, que tenia tendencias cristianas, pero que no había sido bautizado aun, lo fue al año siguiente en Tesalónica, en el curso de una breve dolencia, gracias al interés del obispo de la ciudad, Ascolio partidario del niceísmo.

Tedosoio se halla ante dos difíciles tareas: restablecer la unidad interior del Imperio, desgarrado por querellas religiosas a causa de la existencia de múltiples corrientes de tendencia diversa, y salvar al Imperio de la presión continua de los bárbaros germánicos, concretamente de los godos, que amenazaban a la sazón la misma vida del Imperio.

Hemos visto que el arrianismo había ejercido bajo el predecesor de Teodosio un papel preponderante. Después de la muerte de Valente, y sobre todo en el corto interregno provisional que precedió a la exaltación de Teodosio al poder, los conflictos religiosos se habían reavivado, tomando a veces formas muy violentas. Tales turbulencias y disputas se manifestaban sobre todo en la Iglesia de Oriente y en Constantinopla. Las disensiones dogmáticas rebalsaban el restringido círculo del clero y se extendían a toda la sociedad de la época penetrando la multitud y llegando a la calle. La cuestión de la naturaleza del Hijo de Dios, se discutía con pasión extraordinaria, durante la segunda mitad del siglo IV, en todas partes, en los concilios, en las iglesias, en el palacio imperial, en las cabañas de los eremitas, en plazas y mercados. Gregorio, obispo de Nisa, habla no sin sarcasmo, hacia la segunda mitad del siglo IV, de la situación surgida de ese estado de cosas: “Todo está lleno de gentes que discuten cuestiones ininteligibles, todo: las calles, los mercados, las encrucijadas…Si se pregunta cuántos óbolos hay que pagar, se os contesta filosofando sobre lo creado y lo increado. Se quiere saber el precio del pan y se os responde que el Padre es más grande que el Hijo. Se pregunta (a los demás) por su baño y se os replica que el Hijo ha sido creado de la Nada.” (1)

Con el advenimiento de Teodosio, las circunstancias cambiaron mucho. A raíz de su llegada a Constantinopla, el emperador hizo al obispo arriano la propuesta siguiente: que abdicara el arrianismo y se alinease en el niceísmo. Pero el obispo se negó a obedecer y prefirió ausentarse de la capital y celebrar reuniones arrianas extramuros de Constantinopla. Todas las iglesias de la ciudad fueron entregadas a los niceanos.

Teodosio se halló ante el problema de la regularización de sus relaciones con heréticos y paganos. Ya bajo Constantino, la Iglesia católica (es decir, universal) (“Ecclesia Catholica”) se había opuesto a los herejes (“haeretici”), A partir de Teodosio, la distinción entre “católico” y “herético” fue definitivamente establecida por la ley. Con el término de católico se entendió desde entonces partidario de la fe niceana y los representantes de todas las demás tendencias religiosas fueron calificados de heréticos. Los paganos (“pagani”) quedaron incluidos en una categoría especial.

Al declararse niceano convencido, Teodosio entabló una lucha encarnizada contra los heréticos y paganos. Los castigos que les infligió acrecieron progresivamente. En virtud del edicto de 380, no debían llamarse “cristianos católicos” más que quienes, de acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina evangélica, creían en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Los demás, aquellos “insensatos extravagantes” que seguían ida vergüenza de la doctrina herética,” no tenían el derecho de llamar Iglesia a su reunión e incurrían en graves castigos. (2) Con este edicto, al decir de un sabio historiador, “Teodosio fue el primero de los emperadores que reglamentó en su propio nombre, y no en el de la Iglesia, el Código de las verdades cristianas obligatorias para sus súbditos. (3) Otros edictos de Teodosio prohibieron a los herejes toda reunión religiosa de carácter público o privado, no siendo autorizadas más que las reuniones de los partidarios del Símbolo de Nicea, a quienes debían ser entregadas las iglesias en la capital y en todo el Estado. Los heréticos sufrieron graves restricciones en sus derechos civiles, como, por ejemplo, en materia de herencias, testamentos, etc.

(1) Gregorio de Nissa. Oratio de Deitate Filii et Spíritus Sancti. Migne, Patr. Gr.XLVI- 557-

(2) Codex Theodosianus, I, 2.

(3) N. Cherniavski, El emperador Teodosio el Grande y su política religiosa (Serguiev.188-189. en ruso)

Deseoso de restablecer la paz y el acuerdo en la Iglesia cristiana, Teodosio convocó, en 381, un concilio en Constantinopla. Sólo participaron en él los representantes de la Iglesia de Oriente. Se califica a ese concilio de segundo concilio ecuménico. Ninguna de tales reuniones nos ha dejado tan pocos documentos como ésta. No se conocen sus actas. Al principio incluso no se la llamó concilio ecuménico, y sólo en el año 451 se le dio sanción oficial. La cuestión principal que, en el dominio de la fe, se discutió en este segundo concilio, fue la herejía de Macedonío, el cual, siguiendo el desarrollo natural del arrianismo, demostraba la creación del Espíritu Santo. El concilio, después de establecer la doctrina de la consubstancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, y tras condenar al macedonismo o doctrina de Macedonio, y una serie de otras herejías relacionadas con el arrianismo, confirmaba el símbolo de Nicea, en lo concerniente al Padre y al Hijo y le añadía un artículo sobre el Espíritu Santo.

Esta adición establecía sólidamente el dogma de la identidad y consubstancialidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero dada, la penuria e imprecisión de nuestros conocimientos sobre tal concilio, algunos sabios de Europa occidental han emitido dudas sobre el Símbolo de Constantinopla, que, sin embargo se cambió en el símbolo más rápidamente extendido e incluso el único oficial en todas las confesiones cristianas, a pesar de la diversidad dogmática de éstas. Se ha declarado que este símbolo, no fue el resultado de los trabajos del segundo concilio; que este no lo compuso ni lo pudo componer, y que, por tanto, semejante símbolo es apócrifo. Otros pretenden que fue compuesto antes o después de dicho concilio.

Teodosio se hallaba ante dos difíciles tareas: restablecer la unidad interior del Imperio, desgarrado por querellas religiosas a causa de la existencia de múltiples corrientes de tendencia diversa, y salvar al Imperio de la presión continua de los bárbaros germánicos, concretamente de los godos, que amenazaban a la sazón la misma vida del Imperio.

Hemos visto que el arrianismo había ejercido bajo el predecesor de Teodosio un papel preponderante. Después de la muerte de Valente, y sobre todo en el corto interregno provisional que precedió a la exaltación de Teodosio al poder, los conflictos religiosos se habían reavivado, tomando a veces formas muy violentas. Tales turbulencias y disputas se manifestaban sobre todo en la Iglesia de Oriente y en Constantinopla. Las disensiones dogmáticas rebasaban el restringido círculo del clero y se extendían a toda la sociedad de la época, penetrando la multitud y llegando a la calle. La cuestión de la naturaleza del Hijo de Dios se discutía con pasión extraordinaria, durante la segunda mitad del siglo IV, en todas partes: en los concilios, en las iglesias, en él palacio imperial, en las cabañas de los eremitas, en plazas y mercados. Gregorio, obispo de Nisa, habla, no sin sarcasmo, hacia la segunda mitad del siglo IV, de la situación surgida de ese estado de cosas: “Todo está lleno de gentes que discuten cuestiones ininteligibles, todo: las calles, los mercados, las encrucijadas… Si se pregunta cuántos óbolos hay que pagar, se os contesta filosofando sobre lo creado y lo increado. Se quiere saber el precio del pan y se os responde segundo concilio; que éste no lo compuso ni lo pudo componer, y que, por tanto, semejante símbolo es apócrifo. Otros pretenden que fue compuesto antes o después de dicho concilio. Pero la mayoría de los historiadores — sobre todo la escuela rusa — demuestran que el Símbolo de Constantinopla fue efectivamente compuesto por los Padres del segundo concilio, si bien no quedó reconocido hasta la victoria de la ortodoxia en Calcedonia.

También al segundo concilio correspondió fijar el rango del patriarca de Constantinopla en relación al obispo de Roma. El tercer canon del concilio declara: “Que el obispo de Constantinopla sea el primero después del obispo de Roma, porque Constantinopla es la nueva Roma.” Así, el patriarca de Constantinopla ocupó entre los patriarcas el primer lugar después del de Roma. Semejante distinción no podía ser aceptada por otros patriarcas de Oriente, más antiguos. Es interesante notar la argumentación del tercer canon, que define la jerarquía eclesiástica del obispo de Constantinopla según la situación de la ciudad, capital del Imperio.

El teólogo Gregorio de Nacianzo, que, elegido para la sede episcopal de Constantinopla, había cumplido un importante papel en la capital al principio del gobierno de Teodosio, no pudo resistir a los múltiples partidos que lucharon contra él en el concilio, y pronto hubo de alejarse de éste y abandonar su sede, así como la propia Constantinopla poco tiempo después. En su lugar fue elegido un laico, Nectario, que no poseía conocimientos teológicos profundos, pero que sabía entenderse con el emperador. Nectario pasó a presidir el concilio, el cual concluyó sus tareas en el estío de 381.

La actitud de Teodosio respecto al clero en general, es decir, al clero católico o niceísta, fue la siguiente: conservó y hasta amplío los privilegios que en el campo de las cargas personales, tribunales, etc., habían sido concedidos a obispos y clérigos por los emperadores precedentes, pero a la vez se esforzó en tornar semejantes privilegios inofensivos para los intereses del Estado. Así, Teodosio, por un edicto, obligó a la Iglesia a soportar ciertas cargas extraordinarias del Estado (“extraordinaria munera”). Se Limitó, en razón de los frecuentes abusos, la extensión de la costumbre de acogerse a la Iglesia como a un asilo que protegía al culpable de la persecución de las autoridades, y fue prohibido a los deudores al Estado tratar de substraerse a sus deudas refugiándose en los templos. Al clero le fue vedado ocultarlos. (2)

(1) Codex Tlieodosianus, XI, 16, 18.

(2) Ibid., IX, 45, I.

Teodosio tenía la firme voluntad de organizar por sí mismo todos los asuntos de la Iglesia, y en general lo consiguió. No obstante, tropezó con uno de los representantes más ilustres de la Iglesia de Occidente: Ambrosio, obispo de Milán. Teodosio y Ambrosio encarnaban dos puntos de vista diferentes sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado. El primero era partidario de la superioridad del Estado sobre la Iglesia y el segundo pensaba que los asuntos de la Iglesia se abstraían a la competencia del poder secular. El conflicto estalló con motivo de las matanzas de Tesalónica. En esta populosa y rica ciudad, la falta de tacto de jefe de los germanos, numerosos destacamentos de los cuales estaban acantonados allí, establecer la doctrina de la consubstancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, y tras condenar al macedonismo, o doctrina de Macedonio, y una serie de otras herejías relacionadas con el arrianismo, confirmaba el Símbolo de Nicea en lo concerniente al Padre y el Hijo y le añadía un articulo sobre el Espíritu Santo.

Esta adición establecía sólidamente el dogma de la identidad y consubstancialidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, dada la penuria e imprecisión de nuestros conocimientos sobre tal concilio algunos sabios de la Europa, occidental han emitido dudas sobre el Símbolo de Constantinopla, que, sin embargo se trocó en el símbolo más rápidamente extendido e incluso el único oficial en todas las confesiones cristianas, a pesar de la diversidad dogmática de éstas Se ha declarado que ese símbolo no fue el resultado de los trabajos del tomados allí, hizo estallar una sedición entre los moradores, exasperados por las violencias de los soldados. El jefe germano y varios de sus hombres resultaron muertos. Teodosio, que sentía las mejores disposiciones hacia los germanos (algunos de los cuales ocupaban grados altos en sus ejércitos), se enfureció y se vengó de Tesalónica con una sangrienta matanza de sus habitantes, sin distinción de edad ni sexo. La orden del emperador fue ejecutada por los germanos. Pero este acto cruel del emperador no quedó impune. Ambrosio excomulgó al emperador, quien, a pesar de su poder y autoridad, hubo de confesar en público su pecado y cumplir humildemente la penitencia que le impuso Ambrosio. Mientras duró tal penitencia, Teodosio no llevó ropas reales.

En tanto que mantenía una lucha implacable contra los herejes, Teodosio no dejaba de tomar medidas decisivas contra los paganos. Con una serie de decretos prohibió sacrificar, buscar presagios en las entrañas de los animales y frecuentar los templos paganos. Como consecuencia de tales medidas, los templos paganos se cerraron. Los edificios sirvieron a veces para menesteres del Estado. Otras, los templos paganos, con todas las riquezas y tesoros artísticos que contenían, fueron demolidos por un populacho fanático. Nos consta la destrucción, en Alejandría, del famoso templo de Serapis, o Serapeion, centro del culto pagano en aquella ciudad. El último edicto de Teodosio contra los paganos, emitido el 392, prohibía de manera definitiva los sacrificios, las libaciones, las ofrendas de perfumes, las suspensiones de coronas, los presagios. Allí se trataba a la antigua religión de “superstición gentilicia.” (1) Todos los violadores del edicto eran declarados culpables de lesa majestad y de sacrilegio, amenazándoseles con penas severas. Un historiador llamó al edicto de 392, “el canto fúnebre del paganismo.” (2)

(1) Codex Theodosianus, XVI, 10, 12.

(2) Rauschen, Jahrbüchcr áer christlichcn Kirche unter dem Kaiser Thetodosius den Grossen (Freiburg i. B., 1897), P. 376.

Con este edicto terminó la lucha sostenida por Teodosio contra el paganismo en Oriente.

En Occidente, el episodio más célebre de la lucha entablada contra el paganismo por los emperadores Graciano, Valentiniano II y Teodosio se produjo al ser quitado del Senado romano el altar de la Victoria. Retirado dicho altar ya una vez, por Constantino, como hemos visto, había sido reintegrado por Justiniano. Los senadores, que seguían siendo semipaganos, vieron en aquello el fin de la pasada grandeza de Roma. Se envió al emperador un orador pagano, el famoso Símaco, para pedir la restitución del altar al Senado. Como dice Uspenski (t. I., Pág. 140, en ruso), aquel fue “el último canto del paganismo moribundo que, tímida y plañideramente, pedía gracia al joven emperador (Valentiniano II) para la religión a la que sus antepasados debían su gloria y Roma su grandeza.” La misión de Símaco no triunfó. El obispo de Milán, Ambrosio, se mezcló en el asunto y obtuvo la victoria.

En 393 se celebraron por última vez los Juegos Olímpicos. Se transportaron a Constantinopla desde Olimpia diversos monumentos antiguos, entre ellos la famosa estatua de Zeus ejecutada por Fidias.

La política religiosa de Teodosio se distingue claramente de la de sus predecesores. Estos últimos se habían unido a tal o cual forma de cristianismo, o al paganismo (como Juliano), adoptando cierta tolerancia para las opiniones o creencias ajenas. La igualdad de las religiones existía “de jure.” Teodosio se situó en una posición diferente. Aceptó la fórmula de Nicea como la única justa, y le dio fundamentos legales prohibiendo por completo las otras tendencias religiosas del cristianismo, y el paganismo también.

Con Teodosio, se vio en el trono romano a un emperador que consideraba la Iglesia y las opiniones religiosas de sus súbditos como asunto de su competencia. No obstante, Teodosio no consiguió dar a la cuestión religiosa la solución que deseaba, esto es, crear una Iglesia niceísta y única. No sólo continuaron las disputas religiosas, sino que se multiplicaron y ramificaron, dando, en el siglo V, origen a una actividad religiosa desbordada y ferviente. Pero sobre el paganismo sí consiguió Teodosio una victoria completa. Su reinado presenció la solidificación institucional del cristianismo. El paganismo, perdiendo la facultad de manifestarse abiertamente, dejó de existir como entidad organizada. Cierto que quedaron paganos, pero eran sólo familias o individuos aislados, que guardaban en secreto los amados objetos del legado de una religión muerta.

Teodosio no incomodó a la escuela pagana de Atenas, que continuó existiendo y haciendo conocer a sus auditores las obras de la literatura antigua.

El Problema Germánico (Godo) en el Siglo IV.

La cuestión candente que gravitaba sobre el Imperio a fines del siglo IV, era la de los germanos, y en especial la de los godos.

Los godos, que al principio de la era cristiana vivían en el litoral meridional del mar Báltico, emigraron, probablemente a fines del siglo II y por causas difíciles de precisar, a los países del sur de la Rusia contemporánea. Llegaron hasta las orillas del mar Negro y ocuparon el territorio comprendido entre el Don y el Danubio inferior. El Dniéster dividía a los godos en dos tribus: los godos del este u ostrogodos, y los godos del oeste o visigodos. Como todas las demás tribus germanas de la época, los godos eran verdaderos bárbaros, pero se encontraron, en la Rusia meridional, en condiciones muy favorables para la civilización. Todo el litoral septentrional del mar Negro había estado, desde mucho antes de la era cristiana, cubierto de ricos focos de civilización, de colonias griegas cuya influencia, a juzgar por los datos arqueológicos, se había remontado bastante lejos hacia el norte, en el interior del país, y se hacía sentir en aquellas regiones desde muchísimo tiempo atrás. En Crimea se hallaba el opulento y civilizado reino del Bosforo o Cimerio. Gracias a su contacto con las antiguas colonias griegas y con el reino del Bosforo, los godos recibieron algún influjo de la civilización antigua, mientras, por otra parte, entraban en contacto también con el Imperio romano en la Península Balcánica. Más tarde, cuando aparecieron en la Europa occidental, los godos eran ya un pueblo que superaba sin duda en civilización a las otras tribus germánicas de la época.

La actividad de los godos, afincados en las estepas de la Rusia meridional, tomó en el siglo III dos direcciones: por un lado les atraía el mar y las posibilidades que éste les brindaba de emprender incursiones navales por el litoral del Negro; por otro, al sudoeste, se acercaron a la frontera romana del Danubio, chocando así con el Imperio.

Los godos se fijaron primero en el litoral septentrional del mar Negro, apoderándose, a mediados del siglo III, de Crimea, y por tanto del reino del Bosforo, incluido en ella. Empleando los numerosos buques bosforianos, emprendieron, durante la segunda mitad del siglo III una serie de incursiones devastadoras. Pusieron a saco varias veces el rico litoral caucásico y las no menos ricas costas del Asia Menor; avanzaron por el litoral occidental del mar Negro hasta el Danubio y, atravesando el mar, llegaron, por el Bosforo, la Propóntide (mar de Mármara) y el Helesponto (Dardanelos), al Archipiélago. De camino, saquearon Bizancio, Crisópolis (ciudad en la orilla de Asia, frente a Bizancio, hoy Escútari), Cízico, Nicomedia y las islas del Egeo. Los piratas godos no se detuvieron en esto, sino que atacaron Efeso, Tesalónica y, acercándose con sus barcos a las costas de Grecia, pusieron a saco Argos, Corinto y muy probablemente Atenas. Por suerte, se salvaron las obras maestras de esta última ciudad. La isla de Rodas, Creta y el mismo Chipre — que no estaba en su itinerario, si vale la expresión — sufrieron sus incursiones. Pero estas empresas marítimas se limitaban a saqueos y devastaciones, tras lo cual las naves de los godos volvían al litoral septentrional del mar Negro. Varias bandas de estos piratas, que se aventuraron en tierra, fueron aniquiladas o cautivadas por los ejércitos romanos.

Por tierra, las relaciones de los godos con el Imperio produjeron resultados mucho más importantes. Aprovechando las turbulencias del Imperio en el siglo III, los godos, en la primera mitad de este siglo, comenzaron a franquear el Danubio y a practicar incursiones en territorio romano. El emperador Gordiano llegó a verse obligado a pagarles un tributo anual. Esto no les contuvo. Pronto los godos hicieron una nueva incursión en el Imperio, invadiendo Tracia y Macedonia. El emperador Decio murió en una expedición contra ellos (251). El 269, el emperador Claudio logró causarles una grave derrota cerca de Naisos (Nisch). El emperador hizo gran cantidad de prisioneros, admitió parte de ellos en su ejército y fijó otra, en calidad de colonos, en las tierras romanas despobladas. Su victoria sobre los godos valió a Claudio el sobrenombre de Gótico. Pero a poco, Aureliano, que había restablecido de momento la unidad del Imperio (270-275), se vio obligado a ceder a los godos la Dacia, instalando en Mesia la población romana de esta región. En el siglo IV se veían con frecuencia godos en los ejércitos romanos. Según el historiador Jordanes, un destacamento de godos sirvió lealmente en el ejército de Valerio. (1) Los godos alistados en los ejércitos de Constantino le ayudaron en su lucha contra Licinio. Finalmente los visigodos concluyeron un tratado con Constantino, obligándose a proporcionarle 40.000 guerreros para las luchas emprendidas por el emperador contra diversos pueblos. Juliano tuvo también en su ejército un destacamento de godos.

(1) ed. Mommsen, p.86, Jordanes, Getica, XXI, 110.

En el siglo III, se desarrolló ente los godos de Crimea el cristianismo, exportado allí probablemente por los cristianos del Asia Menor hechos prisioneros por los godos en sus incursiones marítimas. En el concilio de Nicea (325). un obispo godo, Teófilo, participó en las discusiones ecuménicas y firmó el Símbolo de Nicea. En el siglo IV, Wulfila evangelizó a otros godos. Wulfila, de origen griego quizá, pero nacido en territorio godo, había vivido algún tiempo en Constantinopla. Le consagró obispo un obispo arriano. De regreso con los godos, Wulfila, durante algunos años predicó entre ellos el cristianismo según el rito arriano. Para facilitar a los godos el conocimiento de la Santa Escritura, compuso con ayuda de letras griegas un alfabeto godo, y tradujo la Biblia al godo. La forma arriana del cristianismo recibida por los godos tuvo considerable importancia en su historia ulterior, ya que, más tarde, al instalarse sus tribus en territorios del Imperio romano, su doctrina les impidió fundirse con la población indígena, que era nicea. Los godos de Crimea siguieron siendo ortodoxos.

Las relaciones amistosas entre los godos y el Imperio evolucionaron cuando, en 375, los salvajes hunos, pueblo de origen turco, (1) irrumpieron desde Asia en Europa e infligieron una cruenta derrota a los ostrogodos. Continuando su empuje hacia el oeste, comenzaron, en unión de los ostrogodos sometidos, a presionar a los visigodos. Este pueblo, que vivía en los confines del Imperio, no viéndose en situación de oponerse a los hunos, que habían aniquilado ya gran número de ellos, con sus mujeres e hijos, hubo de pasar la frontera y entrar en territorio romano. Las fuentes cuentan que los godos, en la orilla derecha del Danubio, suplicaban a las autoridades romanas, con lágrimas en los ojos, que les permitiesen atravesar el río. Los bárbaros ofrecían, si el emperador se lo autorizaba, instalarse en Tracia y Mesia para cultivar la tierra; prometían al emperador proporcionarle fuerzas militares y se obligaban a obedecer sus mandatos, lo mismo que sus súbditos. Una delegación con instrucciones en tal sentido fue enviada al emperador. En el gobierno romano y entre los generales hubo una mayoría muy favorable a la propuesta de instalación de los godos. Se veía en ella un aumento de la población rural y de las fuerzas militares, tan útiles para el Estado. Los nuevos súbditos defenderían el Imperio, y los habitantes indígenas de las provincias afectadas, que estaban entonces sometidos a reclutamiento, substituirían éste por un impuesto en metálico, lo que aumentaría las rentas estatales.

Triunfó tal punto de vista y los godos recibieron permiso para atravesar el Danubio. “Así fueron acogidos—dice Fustel de Coulanges en su Historia de las instituciones políticas de la antigua Francia (2) — en territorio romano de cuatrocientos mil a quinientos mil bárbaros, cerca de la mitad de los cuales estaban en condición de empuñar las armas.” Incluso si se aminora esa cifra, queda en pie el hecho de que el número de bárbaros establecidos en Mesia era considerable.

(1) El historiador D. I. Ilovaiski (muerto en 1920) ha defendido hasta nuestros días, con ahinco incomprensible, el supuesto origen eslavo de los hunos. (2) Segunda ed., París, 1904, p. 408.

Al principio los bárbaros vivieron tranquilos. Pero, poco a poco, un cierto descontento, que gradualmente se tornó en irritación, prendió en sus filas contra los generales y funcionarios romanos. Estos últimos retenían parte del dinero destinado al sustento de los colonos y los alimentaban mal. Los maltrataban e insultaban a sus mujeres e hijos. Incluso mandaron al Asia Menor gran número de godos. Las quejas de éstos no eran atendidas. Entonces, los bárbaros, exasperados, se sublevaron y llamando en su ayuda a los alanos y los hunos, penetraron en Tracia y marcharon sobre Constantinopla. El emperador Valente, que hallaba en guerra con Persia, al tener noticia del alzamiento de los godos, corrió desde Antioquía a Constantinopla. Se libró batalla cerca de Adrianópolis el 9 de agosto del 378. Los godos infligieron una derrota terrible al ejército romano. El propio Valente murió allí. El camino de la capital quedó abierto a los godos, que cubrieron toda la Península balcánica, llegando hasta las murallas de Constantinopla. Pero sin duda no habían concebido un plan general de ataque al Imperio. (1) Teodosio, sucesor de Valente, logró, con ayuda de destacamentos de godos mismos, vencer a los bárbaros y suspender sus pillajes. Este hecho muestra que, mientras parte de los godos hacía la guerra al Imperio, otra consentía en servir en sus ejércitos y batirse contra los demás germanos. Después de la victoria de Teodosio, “volvió la tranquilidad a Tracia, porque los godos que se encontraban allí habían perecido,” con palabras del historiador pagano del siglo V, Zósimo (Historia nova, IV, 25, 4, ed. Mendelssohn, p. 1818). De modo que la victoria de los godos en Adrianópolis no les permitió fijarse en ninguna región del Imperio.

Pero desde esta época empezaron a infiltrarse en la vida del Imperio por medios pacíficos. Teodosio, comprendiendo que no podría vencer por fuerza de armas a los bárbaros instalados en territorio romano, entró en las vías de un acuerdo amistoso, asociando a los godos a la civilización romana y, lo que fue más importante, atrayéndoles a su ejército. Poco a poco, las tropas que tenían por misión defender el Imperio fueron reemplazadas en su mayor parte por compañías germánicas. Muy a menudo, los germanos hubieron de proteger al Imperio contra otros germanos.

La influencia de los godos se hizo notar en el mando superior del ejército y en la administración, donde los puestos más elevados e importantes fueron reservados a los germanos. Teodosio, que veía en una política germanófila la paz y la salvación del Imperio, no comprendía el peligro que ulteriormente pudiera representar para la misma existencia del Estado el desarrollo del germanismo bárbaro. Es notorio que Teodosio no debió ver la debilidad de semejante política, que fallaba en especial por lo concerniente a la defensa militar del país. Los godos, que habían tomado de los romanos su arte militar, su táctica, su manera de combatir, su armamento, se convirtieron en una fuerza temible que podía en cualquier instante volverse contra el Imperio. La población indígena grecorromana, relegada a segundo plano, sintió vivo descontento contra el predominio de los godos. Se hizo sentir un movimiento antigermano que podía producir muy graves complicaciones internas.

En 395, Teodosio murió en Milán. Su cuerpo, embalsamado, fue conducido a Constantinopla y enterrado en la iglesia de los Santos Apóstoles. Teodosio dejaba dos hijos, muy jóvenes todavía, que fueron reconocidos como sus sucesores: Arcadio y Honorio. Arcadio recibió el Oriente; Honorio, el Occidente.

Teodosio no había conseguido los resultados buscados en la doble tarea que se había propuesto. El segundo concilio ecuménico, que proclamó la preeminencia del niceísmo en el cristianismo, no logró restablecer la unidad de la Iglesia. El arrianismo, en sus diferentes manifestaciones, siguió subsistiendo y su desarrollo creó nuevas corrientes religiosas que habían de alimentar en el siglo V la vida religiosa y la social (ésta íntimamente ligada a aquélla), sobre todo en las provincias orientales, en Siria y en Egipto, lo que debía tener consecuencias de la mas alta importancia para el Imperio. Teodosio mismo al dejar penetrar el elemento germánico en su ejercito, al permitir a aquel elemento arriano adquirir preponderancia, tuvo que hacer concesiones al arrianismo, abandonando así el niceismo integral. Por otra parte, su politica germanófila, que entregaba a los bárbaros la defensa del país y los cargos mas importantes de la administración, dando predominio a los germanos, provocó — ya lo hemos dicho — profundo descontento e irritación indígena grecorromana. Los focos principales de la preponderancia germana fueron la capital la Península Balcánica y cierta parte del Asia Menor. Las provincias de Oriente, Siria, Palestina y Egipto no sintieron aquel yugo. Desde fines del siglo IV, la influencia de los bárbaros empezó a amenazar seriamente la capital y, con ella, toda la zona oriental del Imperio. De este modo, Teodosio, que se había propuesto establecer la paz entre el Imperio y los bárbaros y crear una Iglesia unida y uniforme, fracasó en ambas cosas, dejando a sus sucesores la misión de resolver aquellos dos complejísimos problemas.



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Historia del Imperio Bizantino. (3)




Continuación de la (2)

Los Sucesores de Constantino

(Constancio, 337-361).

Los hijos de Constantino el Grande, Constantino II, Constancio y Constante, empezaron, después de la muerte de su padre, por gobernar juntos el Imperio, con título de augustos. Pero la enemistad existente entre los tres sucesores de Constantino se complicó más por el hecho de que el Imperio tenía que sostener una guerra ruinosa contra persas, y germanos. Las decisiones entre los tres augustos no estallaron solo a propósito de cuestiones políticas, sino también religiosas. Mientras Constantino y Constante eran partidarios de los niceanos, Constancio, continuando y desarrollando el estado de ánimo religioso de los últimos días de su padre, se declaró abiertamente en favor de los arríanos. En el curso de las guerras civiles que siguieron, tanto Constantino II como. algunos años más tarde, Constante, perecieron de muerte violenta. Constancio quedó al fin como único emperador.

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Partidario convencido del arrianismo, Constancio favoreció a los arríanos de manera persistente, en detrimento del paganismo, que bajo su gobierno sufrió numerosas restricciones. Uno de los edictos de Constancio, declara: “Que cese la superstición y que la locura del sacrificio sea abolida.” Pero los templos paganos subsistían, en su integridad, fuera del recinto ciudadano. Algunos años después se publicó un edicto ordenando la clausura de los templos paganos. Quedaba prohibido acudir a ellos y sacrificar no importaba en qué lugar o ciudad del Imperio, so pena de muerte y confiscación de bien otro edicto, leemos que la pena de muerte estaba suspendida sobre la cabeza de cualquiera que sacrificase a 1os ídolos o los venerara. Cuando Constando, para festejar el vigésimo aniversario de su gobierno, se encamino por primera vez a Roma. ordenó, después de haber visitado numerosos monumentos de la antigüedad en compañía de senadores que continuaban siendo paganos, que se quitase del Senado el altar de la Victoria, el cual personificaba para el paganismo toda la pasada grandeza romana. Este hecho produjo profunda impresión en todos los paganos, quienes comprendieron que llegaban los últimos días de su religión. Bajo Constancio, aumentaron aun más las inmunidades del clero. Los obispos fueron declarados independientes en absoluto de los tribunales civiles.

Sin embargo, a la vez que se tomaban tan rigurosas medidas contra el paganismo, éste seguía en pie, no por sus propias fuerzas, sino merced a cierta protección que encontraba en el gobierno. Así, Constancio dejó subsistir en Roma las vestales y los sacerdotes oficiales. En uno de sus edictos, ordenó la elección de un “sacerdos” para África. Hasta el fin de su reinado ostentó el título de “Pontifex Maximus.”

Pero en conjunto, el paganismo sufrió, bajo Constancio, toda una serie de medidas restrictivas, mientras el cristianismo — si bien bajo forma arriana se desarrollaba y afirmaba.

La política extremamente arriana de Constancio dio nacimiento a cierto número de conflictos con los necéanos. La larga lucha de Constancio y de Atanasio de Alejandría, el célebre defensor del seísmo, se caracterizó por un ensañamiento particular. Cuando Constancio murió, el 361, ni niceanos ni paganos lloraron sinceramente al emperador difunto. Los paganos se regocijaron del advenimiento de Juliano, partidario declarado del paganismo. Los sentimientos que despertó en el partido ortodoxo la muerte de Constancio, pueden juzgarse por las palabras siguientes de Jerónimo: “El Señor despierta y domina la tempestad. Muerta la bestia, la tranquilidad renace.”

Los solemnes funerales de Constancio — que sucumbió en Cilicio, en el curso de su campaña contra los persas — se celebraron en presencia del nuevo emperador Juliano, en la iglesia de los Santos Apóstoles, construida por Constantino el Grande. El Senado puso al emperador difunto en el número de los dioses.

Juliano el Apóstata (361-363).

Al nombre de Juliano está indisolublemente ligada la última tentativa de reconstitución del paganismo en el Imperio.

La personalidad de Juliano es interesantísima. Ha atraído desde hace mucho la atención de sabios y literatos y sigue subyugándolos en nuestra época. Se ha escrito enormemente sobre Juliano. Incluso han llegado hasta nosotros las obras del propio Juliano, ofreciéndonos una documentación única para juzgarle. El fin principal de quienes han escrito sobre él ha sido comprender y explicar a aquel entusiasta “heleno” que, con entera fe en el éxito y justeza de su obra, meditó, en la segunda mitad del siglo IV, hacer renacer el paganismo y colocarlo en la base de la vida religiosa del Imperio.

Juliano había recibido muy buena instrucción. Perdió muy pronto a sus padres y no conoció a su madre, que murió a pocos meses de nacer él. El eunuco Mardonio, de origen escita, hombre muy versado en literatura y filosofía griegas y que había enseñado a la madre de Juliano los poemas de Homero y de Hesiodo, convirtiéndose en preceptor del muchacho. Mientras Mardonio instruía a Juliano en literatura antigua, Ensebio, obispo de Nicomedia y después de Constantinopla, arriano convencido, así como los eclesiásticos que le rodeaban, iniciaban al joven en el estudio de la Santa Escritura. De este modo, Juliano, según las palabras de un historiador, recibió a la par dos educaciones diferentes, que se instalaron, cercanas, pero sin tocarse, en su espíritu. Juliano fue bautizado. Más tarde, recordaba aquel tiempo como una pesadilla que le era menester olvidar. La juventud de Juliano transcurrió en una larga inquietud. Constancio veía en él un rival posible y le sospechaba pensamientos ambiciosos. Ora le mantenía en provincias en una especie de destierro, ora le hacía ir a la capital, para tenerle bajo su mirada. Juliano no ignoraba que varios de sus parientes habían perecido de muerte violenta por orden de Constancio, y debía temer a diario por su vida. Tras una forzada estancia de varios años en Capadocia, donde continuó, bajo la dirección de Mardonio, que le acompañaba, el estudio de los autores antiguos y donde probablemente adquirió un conocimiento profundo de la Biblia y del Evangelio, Juliano fue enviado por Constancio, para que terminase sus estudios, primero a Constantinopla y luego a Nícomedia, lugar en que por primera vez se patentizó en él su inclinación al paganismo.

En aquella época enseñaba en Nicomedia el mejor retórico del tiempo, Libanio, auténtico representante del helenismo. Libanio no conocía ni quería conocer la lengua latina, a la que trataba con desdén. Despreciaba el cristianismo y sólo en el helenismo veía la razón de todas las cosas. Su entusiasmo por el paganismo era ilimitado. Sus conferencias alcanzaban gran éxito en Nicomedia. Constancio, que le había enviado a Juliano, quizá se diera cuenta de la imborrable impresión que debían producir en un joven los discursos apasionados de Libanio, porque prohibió a Juliano seguir los cursos del célebre retórico. Juliano no transgredió formalmente la prohibición del emperador, pero estudió las obras de Libanio, se instruyó de sus cursos por intermedio de otros oyentes y de tal modo se apropió el estilo y manera de escribir de Libanio, que más tarde pudo pasar por discípulo de él. También en Nicomedia principió Juliano a apasionarse por la doctrina oculta de los neoplatónicos. que en aquella época se presentaba como una doctrina del conocimiento de la vida futura y de la evocación de los muertos, con ayuda de determinadas fórmulas de magia, no limitándose sólo a la evocación de simples muertos, sino de divinidades incluso (teurgia: θεουργια). El sabio y filσsofo Máximo de Efeso ejerció en ese sentido gran influencia sobre Juliano.

Pasada la época peligrosa en que su hermano recibió la muerte por orden de Constancio, Juliano fue llamado a la corte de Milán para justificarse, y en seguida desterrado a Atenas. Esta ciudad, célebre por su grandioso pasado, ofrecía en la época de Constancio un aspecto provinciano y bastante triste. Sin embargo, una famosa escuela pagana recordaba aún allí los siglos pasados. Juliano encontró vivo interés en su estancia en Atenas. En una de sus cartas posteriores, declaraba “acordarse con alegría de los discursos áticos… de los jardines, de los arrabales de Atenas, de las avenidas de mirtos y de la humilde casa de Sócrates.”(1) Según la mayoría de los historiadores, durante esa estancia en Atenas, Juliano fue iniciado por el hierofante en los misterios de Eleusis. Ello fue, con expresión de Boíssier, una especie de bautismo del nuevo convertido.(2) Ha de hacerse notar que, en nuestros días, algunos historiadores ponen en duda la conversión eleusiana de Juliano. (3)

El año 355, Constancio declaró cesar a Juliano, le casó con su hermana Elena y le envió a mandar las legiones de Galia, donde se mantenía una cruenta lucha, erizada de dificultades, contra los invasores germanos que devastaban el país, destruían las ciudades y asesinaban a los pobladores. Juliano salió con honor de la ingrata tarea, e infligió a los germanos junto a Argéntotarum, hoy Estrasburgo, una sangrienta derrota. La residencia principal de Juliano en Galia fue Lutecia (“Lutetía Parísiorum,” más tarde París). Era ésta entonces una pequeña ciudad situada en una isla del Sena que ha conservado hasta nuestros días el nombre de “Cité” (“Cívitas”) y que estaba unida a las dos orillas del río por dos puentes de madera. En la margen izquierda del Sena, donde había ya gran número de casas y jardines, se hallaba un palacio, construido probablemente por Constancio Cloro y del cual se ven aún vestigios cerca del museo de Cluny. Juliano eligió para su residencia ese palacio. Amaba a Lutecia, y en una de sus cartas posteriores a aquella época asegura recordar el invierno pasado en su “querida Lutecia.” (4)

Los germanos fueron rechazados allende el Rin. “Pasé tres veces el Rin cuando era cesar — escribe Juliano — y exigí de los bárbaros transrenanos veinte mil rehenes… Con ayuda de los dioses, me apoderé de todas sus ciudades, unas cuarenta…”(5) En su ejército, Juliano gozaba de gran popularidad.

(1) Juliano Imp., Quae supersunt omnia, ed. Hertlein (1876), t. I, p. 328-335. V. The Works tof the Emperor Julián, traduc. inglesa de W. C. Wright (1913), t. II, p. 217.
(2) Boissier, Le fin du paganisme, t. I, p. 98. V. J. Geffcken, Kaiser Julianus (Leipzig, 1914), p. si-22 (el autor no duda de la iniciación). Comp. G. Negri, Juliano el Apostata, traducido por la duquesa Litta-Visconti-Arese (Nueva York, 1905), t. I, p. 47.
(3) Por ej., AHard, t. I, p. 330. Sobre la juventud de Juliano. Ver N. H Baynes, The Early Life of Julián the Apostate (Journal of Helleníc Studies, t. XLV (1925), p. 251-254).
(4) Juliano, Opera, t. II, p. 438. Wright, t. II, p. 429.
(5) Juliano, Opera, t. I, p. 361. Wright, t. II, p. 273.

Constancio veía con envidia y desconfianza los éxitos de Juliano. Al entrar en campaña contra los persas exigió a Juliano que le enviase de Galia legiones auxiliares. Las legiones galas se sublevaron y, alzando a Juliano sobre un pavés, le proclamaron augusto. Juliano pidió a Constancio que reconociese el hecho consumado. Constancio rehusó. Era inminente una guerra civil, pero en aquel momento murió Constancio. En el año 361, Juliano fue proclamado emperador en toda la extensión del Imperio. Los partidarios de Constancio sufrieron a manos del nuevo emperador crueles persecuciones y graves castigos.

Juliano, partidario decidido del paganismo, se había visto obligado a ocultar sus opiniones religiosas hasta la muerte de Constancio. Al pasar a dueño absoluto, resolvió realizar ante todo su mayor deseo: la reconstitución del paganismo. En las primeras semanas de su exaltación, publicó un edicto al respecto. El historiador Amiano Marcelino habla de ese grave momento en los términos siguientes: “Desde su primera juventud había Juliano sentido la más viva inclinación por los dioses. A medida que crecía, había ardido más en el deseo de restaurar la antigua religión. No obstante, impelido por el temor, no cumplía los ritos paganos sino en el mayor secreto. Pero, tan pronto como Juliano se dio cuenta que con la desaparición de la causa de sus temores recibía la plena posibilidad de obrar a su albedrío, desveló sus pensamientos secretos, y, con un edicto claro y formal, ordenó abrir los templos y sacrificar en honor de los dioses.” (1)

(1) Amiano Marcelino, Res Gestae, XXII, 5, 1-2.

Este edicto no fue una sorpresa para nadie. Todos conocían la inclinación de Juliano hacia el paganismo. La alegría de los paganos fue inmensa; para ellos, la restauración de su religión, no sólo significaba la libertad, sino la victoria.

El edicto de Juliano no se aplicó de la misma manera en todas las partes del Imperio, ya que en la occidental había muchos más paganos que en la oriental.

En tiempos de Juliano no existía en Constantinopla un solo templo pagano. Erigirlos nuevos en corto término era imposible. Entonces Juliano hizo un sacrificio solemne, probablemente en la basílica principal, destinada en su origen a paseos y conferencias y ornada, desde tiempo de Constantino, de una estatua de la Fortuna. Según testimonio del historiador religioso Sozomeno, se produjo la siguiente escena: un anciano ciego, conducido por un niño, se acercó al emperador y le trató de impío, de apóstata, de hombre sin fe. Juliano le respondió: “Eres ciego y no será tu Dios de Galilea el que te devuelva la vista.” “Gracias doy a Dios — dijo el viejo — de haberme privado de ella. Eso me ha permitido no ver tu impiedad.” Juliano no contestó a esta insolencia y continuó sacrificando. (1)

Al querer restaurar el paganismo, Juliano comprendía la imposibilidad de hacerlo revivir bajo sus formas antiguas, puramente externas. Era preciso reorganizarlo y mejorarlo, a fin de crear una fuerza capaz de entrar en lucha con la Iglesia cristiana. Para ello, el emperador decidió tomar a la organización cristiana, que conocía bien, algunos de sus rasgos. Organizó, pues, el clero pagano sobre el modelo de la jerarquía de la Iglesia cristiana. El interior de los templos paganos se adornó a imitación de los cristianos. En los templos debían celebrarse reuniones donde se leería el evangelio de la sapiencia helenística (de modo análogo a las prédicas cristianas); se introdujo el canto en el oficio pagano; se exigió de los sacerdotes una vida irreprochable; se estimuló la beneficencia. Las faltas a los deberes religiosos eran sancionadas con privación de las comunicaciones religiosas, penitencia, etc. En una palabra, para reanimar, adaptar y revivificar el paganismo restaurado, Juliano se volvió a la fuente que aborrecía con todas las fuerzas de su alma.

El número de ofrendas animales llevadas a las aras de los dioses fue tan grande que suscitó las burlas de los mismos paganos. El emperador participaba activamente en los sacrificios. No desdeñaba las ocupaciones humildes. Según Líbanio, corría en torno al altar, encendía el fuego, manejaba el cuchillo, degollaba a las aves, y sus entrañas no tenían secretos para él. (2) Las hecatombes de bestias inmoladas en los sacrificios abrieron camino a un epigrama dirigido antaño a otro emperador, el filósofo Marco Aurelio: “Los toros blancos saludan a Marco Cesar. Si vuelve otra vez victorioso, nosotros pereceremos.” (3)

Este triunfo aparente del paganismo tuvo repercusiones en la situación de los cristianos en el Imperio. Al principio pareció que no amenazaban al cristianismo graves peligros. Juliano invitó a acudir a palacio a los jefes dé las diversas tendencias que se habían señalado en el cristianismo, y les declaró que de allí en adelante no habría guerras civiles y cada uno podría seguir su fe sin peligros ni molestias. Uno de los primeros actos del gobierno de Juliano fue una declaración de tolerancia. A veces los cristianos reanudaban sus querellas en presencia del emperador, quien les decía: “Escuchadme como me han escuchado los alemanes y los francos.” (4) A poco se promulgó un edicto llamando del destierro a todos los obispos exilados bajo Constancio, de cualquier opinión religiosa que fuesen, y los bienes que se les habían confiscado les fueron restituidos.

(1) Sozomeno, Hist. ecl., V, 4. Socratis, Hist. ecl., III, II.

(2) Libanio, Oratio, XII, 8a (Forster, t. II, p. 38).

(3) Amiano Marcelino, XXV, 4, 17.

(4) Amiano Marcelino, XXII, 5, 3-4.

Pero los miembros del clero llamados por Juliano pertenecían a diversas tendencias religiosas irreconciliables. No podían vivir en paz juntos, y pronto recomenzaron sus acostumbradas disputas. Probablemente era esto lo que esperaba Juliano. Al conceder una perfecta tolerancia, había mostrado conocer con perfección la psicología de los cristianos. Estaba seguro de que pronto se reanudarían las disputas en la Iglesia cristiana, la cual, así dividida, no presentaría para él un peligro serio. A la vez, Juliano prometió grandes ventajas a los cristianos que renegasen del cristianismo. Hubo muchas abjuraciones. San Jerónimo llamó a este modo de obrar de Juliano “una persecución dulce, que atraía al sacrificio más que obligaba a él.” (1)

Pero los cristianos iban siendo alejados gradualmente de la administración y del ejército. En su lugar se nombraban paganos. El famoso lábaro de Constantino, que servía de estandarte a las tropas, fue destruido, y las cruces que brillaban en las enseñas militares quedaron substituidas por emblemas paganos.

El golpe más sensible lo asestó al cristianismo la reforma de la enseñanza. El primer edicto al respecto versó sobre el nombramiento de profesores en las ciudades principales del Imperio. Los candidatos debían ser elegidos por las ciudades, pero la ratificación correspondía al emperador, que podía así rechazar los profesores que no quisiera. Antes, el nombramiento de profesores correspondía sólo a las ciudades. Más importante es el segundo edicto, que se ha conservado en las cartas de Juliano: “Todos — dice tal edicto — los que se consagren a la enseñanza, deben ser de buena conducta y no tener en su corazón opiniones contrarias a las del Estado.” (2)

(1) Jerónimo, Chronicon ad olympiadem, 285 (Migne, Patr. lat., t. XXVII, p. 691-92).

(2) Juliano, Opera, t. II, p. 544 y sigs. Epístola 42. Wright, t. III, p. 117-123.

Por “opiniones conformes a las del Estado” ha de entenderse evidentemente la opinión pagana del propio emperador. El edicto declara absurdo que las personas que explican a Homero, Hesiodo, Demóstenes, Herodoto y otros escritores antiguos nieguen los dioses reverenciados por éstos. “Les dejo la elección — dice Juliano en su edicto, — o de no enseñar lo que crean peligroso, o, si quieren continuar sus lecciones, de comenzar por convencer a sus discípulos de que ni Homero, ni Hesiodo, ni ninguno de los escritores a quienes comentan y a quienes acusan a la vez de impiedad, de locura, de error hacia los dioses, son tales. De otro modo, y pues viven de los escritos de esos autores y de ellos sacan su retribución, es menester confesar que dan pruebas de la más sórdida avaricia y que están prestos a soportarlo todo por unas cuantas dracmas. Había hasta ahora muchos motivos para no visitar los templos de los dioses, y el temor que reinaba por doquier justificaba el disimulo de las verdaderas ideas que se formaban sobre los dioses; hoy que los dioses nos han devuelto la libertad, es una falta de sentido, a mi juicio, enseñar a los hombres lo que no se considera verdad. Si los profesores tienen por sabios a los escritores que explican y comentan, es preciso que todos ellos imiten sus sentimientos de piedad hacia los dioses, y si creen que los dioses venerados son falsos, váyanse a las iglesias de los galileos a interpretar a Mateo y a Lucas… Tal es la ley general para los jefes y los profesores…” Respecto a los obstinados “es justo atenderlos contra su propia voluntad, como a los locos; que sean, pues, perdonados los que padecen esta enfermedad, porque, según creo, vale más instruir a los locos que castigarlos.” (1)

Amiano Marcelino, amigo y compañero de armas de Juliano, habla así de este edicto: “(Juliano) prohibió a los cristianos enseñar la retórica y la gramática, a menos de que no reverenciasen a los dioses.” (2) En otros términos, a menos de que no se hiciesen paganos.

Algunos suponen, fundándose en las indicaciones de los escritores cristianos, que Juliano publicó un nuevo edicto que prohibía a los cristianos, no sólo la enseñanza, sino también el estudio en las escuelas públicas. Así, San Agustín, escribe: “Juliano, que prohibió a los cristianos la enseñanza y el estudio de las artes liberales, ¿no persiguió a la Iglesia?” (3)

(1) Juliano, Opera, t. II, p. 544 y sigs. Epístola 42. Wright, t. III, p. 117-123.

(2) Amiano Marcelino, XXV, 4, 20.

(3) San Agustín, De civitate Dei, XVIII, 52.

Pero no poseemos el texto de ese segundo edicto. Puede incluso no haber existido. En cambio, es cierto que el primer edicto, que prohibía a los cristianos la enseñanza, provocó indirectamente la prohibición de estudiar. A contar de la publicación de ese edicto, los cristianos debían enviar a sus hijos a las escuelas de gramática y retórica paganas. La mayor parte de los cristianos se abstuvo de ello, pensando que al cabo de una o dos generaciones de esa enseñanza pagana, la juventud cristiana habría retornado al paganismo. Pero, por otra parte, si los cristianos no recibían cierta instrucción general, iban a convertirse normalmente en inferiores a los paganos. Así, el edicto de Juliano — aun siendo único — contenía para los cristianos una importancia capital, y hasta presentaba para su porvenir un peligro muy grave. Gibbon ha notado con razón que “los cristianos recibieron la prohibición directa de enseñar e indirectamente la prohibición de estudiar, dado que no podían (moralmente) frecuentar las escuelas paganas.” (1) Gran número de retóricos y gramáticos cristianos prefirieron abandonar sus cátedras a abrazar el paganismo por diferencia al emperador. Entre los mismos paganos, el edicto de Juliano fue aceptado de diverso modo. El escritor pagano Amiano Marcelino escribe al respecto: “Se debe pasar en silencio el acto cruel por el que Juliano prohibió a los profesores cristianos enseñar la retórica y la gramática.” (2)

Es interesante observar cómo reaccionaron los cristianos ante el edicto de Juliano. Algunos se regocijaron ingenuamente porque, según ellos, el emperador dificultaba a los cristianos el estudio de los escritores paganos. Para substituir la literatura pagana prohibida. Los escritores cristianos de la época, sobre todo Apolinar el Viejo y Apolinar el Joven, padre e hijo, concibieron la idea de crear para la enseñanza escolar una literatura cristiana. Así, adaptaron los salmos a la manera de las odas de Píndaro; transcribieron el Pentateuco (los cinco libros de Moisés) en hexámetros; hicieron lo mismo con el Evangelio en diálogos platónicos… Nada nos ha llegado de obras tan insólitas. Es notorio que semejante literatura no podía tener valor duradero, y desapareció cuando, con la muerte de Juliano, fue abandonado el edicto de éste.

(1) Gibbon, c. XXIII. V. G. Negri, ob. cit., t. II, p. 411-414.

(2) Amiano Marcelino, XXII, 10, 7.

(3) Juliano, Opera, t. II, p. 461. Wright, t. II. p. 475.

En el verano del 362, Juliano emprendió un viaje a las regiones orientales del Imperio y llegó a Antioquía, donde la población, según los propios términos del emperador, “prefería el ateísmo,” (3) es decir, era cristiana. Incluso en medio de las ceremonias oficiales se advirtió, y a momentos se vio manifestarse, a más de alguna frialdad, una hostilidad mal contenida. La estancia de Juliano en Antioquía fue esencial, porque le convenció de las dificultades de su obra y hasta de la imposibilidad en que se hallaba de realizar la proyectada restauración del paganismo. La capital de Siria acogió con frialdad los conceptos de su huésped imperial. En ese sentido, el relato del propio Juliano, en su obra satírica Misopogon, o el odiador de la barba, (1) presenta vivo interés. En la gran ceremonia pagana del templo de Apolo, en Dafne, en los arrabales de Antioquía, pensaba Juliano encontrar una multitud enorme, una gran cantidad de ofrendas animales, libaciones, incienso y otros atributos de las grandes fiestas paganas. Pero, al llegar al templo, Juliano, con gran sorpresa, no encontró más que un sacerdote que tenía en la mano, para el sacrificio, un único ganso.

El relato de Juliano, reza: “En el décimo mes (que así contáis), al cual creo que llamáis Loos, hay una fiesta cuyo origen se remonta a nuestros antepasados, en honor de ese dios (Helios, Sol, Deus, Apolo), y el deber ordenaba mostrar nuestro celo visitando Dafne. Así, me encaminé a ese lugar a toda prisa, desde el templo de Zeus Kasios, pensando que en Dafne al menos podría regocijarme la vista de vuestra prosperidad y del espíritu público. Y yo imaginaba en mi ánimo el género de procesión que habría, como un hombre que tiene visiones en un sueño; imaginaba las bestias del sacrificio, las libaciones, los coros en honor del dios, el incienso y los jóvenes de vuestra ciudad alrededor del altar, sus almas ornadas todas de santidad y ellos mismos ataviados con blancos y espléndidos vestidos. Pero cuando entré en el santuario no encontré ni incienso, ni siquiera un dulce, ni la más pequeña bestia para el sacrificio. De momento quedé sorprendido y pensaba que estaba aún en el exterior del templo, que vosotros esperabais mi señal y que me hacíais este honor por ser yo gran pontífice. Pero cuando comencé a informarme del sacrificio que la ciudad tenía intención de ofrecer para celebrar la fiesta anual en honor del dios, el sacerdote me contestó: “Yo he traído conmigo de mi propia casa un ganso para ofrendarlo al dios, pero la ciudad hoy no ha hecho preparativo alguno.” (2)

Antioquía, pues, no había respondido a la llamada del paganismo. Hechos semejantes irritaban al emperador y excitaban su odio contra los cristianos. Sus relaciones con ellos hicieron más tensas después del incendio del templo de Dafne, que se les atribuyó. Juliano, exasperado, ordenó, por vía de castigo, que se cerrase la principal iglesia de Antioquia, la cual fue a la vez saqueada y profanada. Parecidos sucesos ocurrieron en otras ciudades. La tensión alcanzó su punto álgido. Los cristianos, por su parte, destrozaron las imágenes de los dioses. Algunos representantes de la Iglesia sufrieron el martirio. Una completa anarquía amenazaba al Imperio.

(1) Juliano llevaba larga barba, lo que no era costumbre de los emperadores, y la gente solia tomarlo a irrisión. Sobre el Misopogon v. G. Negri, ob. cit., t. II. p. 430-70 (la mayor parte del Misopogon va traducida en esa obra).

(2) Juliano, Opera, t. II, p. 467, Wright, t. II, p. 487-489

En la primavera del 363, Juliano, saliendo de Antioquia se puso en campaña contra los persas. En esa expedición fue herido por una jabalina y, llevado a su tienda, sucumbió allí. No se supo con certeza quién había herido al emperador. Más tarde nacieron al propósito varias leyendas. Entre ellas figura la versión de que Juliano murió a manos de los cristianos. Los historiadores cristianos nos relatan la famosa leyenda según la cual el emperador, llevándose la mano a la herida y retirándola llena de sangre, esparció ésta al aire, diciendo a la vez: “¡Tú has vencido, Galileo!” (1)

En la tienda del emperador, se reunieron a su cabecera sus amigos y los jefes del ejército, a quienes dirigió un último adiós. Sus postreras palabras nos han llegado por intermedio de Amiano Marcelino (XXV, 3, 15-20), El emperador hace en ellas una apología de su vida y su actividad. Espera, con serenidad filosófica, la muerte inevitable. Al fin, cuando disminuyen sus fuerzas, expresa, sin indicar heredero, el deseo de que le suceda un buen emperador. Quienes le rodean lloran; él, moribundo, les reprende suavemente y dice que es indigno llorar a un emperador que está en paz con el cielo y con las estrellas.

Juliano falleció el 26 de junio del 363, a medianoche. Contaba 32 años. El famoso retórico Libanio compara su muerte a la de Sócrates. (2)

(1) Theodoreti, Historia eclesiástica, III, 25, 7, ed. Parmentier (1911), p. 204-205, y las demás fuentes.

(2) Libanio, Oratio, Επιταφιος επι Ιουλιανου, XVIII, 272, ed. Forster, l. II, p. 355.

El ejército dio la corona a Joviano, jefe de la guardia y cristiano partidario de la confesión de Nicea. Obligado a la paz por el rey de Persia, Jovía no tuvo que concluir un maltratado, cediendo al enemigo algunas provincias romanas de la orilla oriental del Tigris.

La muerte de Juliano fue acogida por los cristianos con alegría. Los escritores cristianos trataban al emperador difunto de “dragón” del “Nabucodonosor,” de “Heredes” y de “monstruo.”

Juliano ha dejado una serie de obras que permiten estudiar muy íntimamente su interesante personalidad. El centro de su sistema religioso es el culto del sol, y sus conceptos se hallan bajo el influjo directo del culto pérsico del dios de la luz, Mitra, y de las ideas platónicas, deformadas en aquella época. Desde su primera infancia, Juliano había amado la naturaleza y sobre todo el cielo. En su disertación sobre el Sol Rey, (1) la fuente principal que poseemos sobre la filosofía religiosa, escribe que desde su primera juventud sintió un amor violento por los rayos del astro divino. No sólo quería fijar sus miradas en él durante el día, sino que, en las noches claras, abandonaba todas sus ocupaciones para poder admirar las bellezas del cielo. Absorto en esta contemplación, no oía a los que le hablaban, y llegaba hasta a perder la conciencia de sí mismo. Su teoría religiosa, expuesta con bastante oscuridad, se atiene a la existencia de tres mundos bajo la forma de tres soles. El primer sol es el sol supremo, la idea del Todo, una unidad moral inteligible (νοητός). Es el mundo de la verdad absoluta, el reino de los principios primitivos y de las causas primeras. El mundo tal como se nos aparece, y el sol aparente, no son sino un reflejo del primer mundo, y un reflejo indirecto. Entre esos dos mundos, mundo inteligente (νοερός), con su sol. Así se obtiene la tríada de los soles; inteligible o espiritual, inteligente y sensible o material. El mundo pensante es el reflejo del mundo concebible o espiritual, y sirve a su vez de modelo al mundo sensible, que de este modo resulta el reflejo de un reflejo, la reproducción en segundo orado del modelo absoluto. El sol supremo, es, con mucho, inaccesible al hombre. Por tanto, Juliano concentra toda su atención sobre el sol inteligente, intermediario entre los otros dos, y, llamándolo sol rey, lo adora.

A pesar de su entusiasmo, Juliano comprendió bien que la restauración del paganismo presentaba dificultades enormes. Escribió en una carta: “Tengo necesidad de muchos aliados para volver a levantar lo que ha caído tan bajo.” (2) Pero Juliano no se daba cuenta de que el paganismo caído no se podía levantar porque estaba muerto. Así, su tentativa estaba destinada con anticipación al fracaso. “Su obra — dice Boissier — podía fracasar; el mundo no tenía en ello nada que perder. (3) Aquel heleno entusiasta, dice Geffcken, fue un “Frühbyzantiner,” un semi-oriental.(4) Otro biógrafo de Juliano, escribe: “El emperador Juliano es como una aparición fugitiva y luminosa sobre el horizonte tras el cual ha desaparecido ya la estrella de esa Grecia que fue para él la tierra sagrada de la civilización, la madre de cuanto era bello y bueno en el mundo; de esa Grecia a la que él llamaba, con devoción y entusiasmo filiales, su sola patria verdadera.”


http://www.diakonima.gr/2009/09/14/historia-del-imperio-bizantino-3/